De punta a punta. Ir de un lado a otro. Cruzar es lo que hacemos todos los días, la calle, el pasillo o una línea invisible que separa lo que puede estar bien o lo no tanto.
Junto a mi estaba Andrés, un nadador de Colima que había hecho el viaje hasta el Mar del Caribe en la península de Yucatán y así poder conocer por primera vez en su vida la Isla Mujeres. Él, además de otros cuatrocientos nadadores se rehusaron ese día a llegar a ella por algún medio mecánico. Tendía que ser usando sus brazos y sus piernas, uno a uno y patada a patada hasta desafiar la marea, si es que ese día decide portarse condescendiente, para arribar a su destino: Isla Mujeres.
Con una distancia aproximada de diez kilómetros que, si nadas rápido en menos de tres horas estás allá. Considerando que en lancha puedes ahorrar esas mismas horas para estar sentado en algún camastro disfrutando de una cerveza y un ceviche. Pero Andrés no le interesa eso, ni a los demás nadadores, ya que prefieren por mucho estar desafiando las olas, sufrir la corriente para entre brazadas ver esa isla que empieza como un punto lejano que poco a poco se agranda; como la esperanza.
Una ceremonia Maya y un silbatazo le hacen saber que es hora de meterse al mar, camina los primeros metros hasta que el agua no se lo permite. De un clavado mete la cabeza con los ojos bien abiertos, pues sabe que todo el recorrido ese mar trasparente le dará algo adicional. Da su primera brazada pegado a otro nadador a su derecha y otro a su izquierda, este último roza con él pasándole por encima, pero Andrés no puede acelerar, no aún por que adelante ve unos pies que deciden dejar de nadar de Kroll para dar unas pocas patadas de pecho y un impacto de esas en la cara lo dejará en malas condiciones. Frena un poco, saca la cabeza del agua para tratar de buscar un espacio con holgura y su nado pueda ser mas eficiente.
Más tarde se encuentra con una epifanía. Descubre la inmensidad del mar y lo pequeños que somos ante él. Detiene su nado y asoma la cabeza para ver nada más que agua en plena manifestación de su grandeza, alzándose ante él para solo verla enmarcada con un cielo bañando de sol pintado con una que otra nube. Hacia atrás ve los edificios de donde salió que ya se ven pequeños y hacia adelante la isla que no ha crecido. Solo piensa en la satisfacción de poder estar ahí, se ve y siente más solo que nunca y enfrentando a ese monstruo salado que bien lo puede tragar, pero no piensa perimirlo; no ese día.
Había venido desde muy lejos a conocer la isla. Se emocionó al verla ya de un tamaño mayor, sabía que estaba a punto de llegar, el agua se hacía aun más trasparente y en el fondo podía ver un jardín inmenso y verde, mezclado de arena blanca y decorado con vida de colores. Las olas habían cedido y la meta se veía ya no tan lejos. Por fin estoy en mi destino, pensó.