José Memún.
Todos hablan de ese lugar, pero pocos han ido. Para mi ese lugar era lo que todos usamos para mantener los alimentos frescos y las bebidas frías. Tal vez demasiado pequeño y nada apropiado para ser un salón o algo más pero decían que todos, al menos una vez en la vida, debían ir.
Un día, al despertar revisé mi correspondencia y, escondido en una pila de cartas, encontré un sobre de color sepia, lacrado, con mi nombre escrito con tinta café. Sorprendido ante semejante formalidad, lo abrí. Dentro estaba esa invitación tan codiciada. Era una gran oportunidad para estrenar mi nuevo juguete, además de conocer ese misterioso lugar. El fin de un ciclo lunar estaba a la vuelta de la esquina con todo lo que eso significa: los cambios de cielo, el mal humor de la gente y la prisa por resolver lo que no hicimos las seis lunas que dejamos atrás, pero eso no me iba a detener.
A pesar de todos los compromisos sin concluir, me encontraba en la estación. El trole salía en punto de la puesta del sol chico. Ya empezaba a salir el sol grande y el transporte ni siquiera se veía llegar. Salimos mucho tiempo después por un atasque en las vías. Me puse nervioso por el retraso, el programa que se consideraba en la carta era muy estricto, pero llegué a la estación de Gem y al bajar ya me esperaban con una bandera que tenía mi nombre escrito. Me sentí importante, como el ganador de los juegos de las letras y signos, aunque en realidad esta sería mi primera prueba. El valet sonrió al aproximarme a él. En nombre de las vías del trole me disculpé por la tardanza, lo tomé del hombro y juntos caminamos hacia donde había estacionado el carruaje.
Dejamos atrás el barrio de Gem y nos dirigimos a Rui. Tras avanzar en la carretera, tan recta como una regla, Héctor, que se así se llamaba el valet, jaló las cuerdas para detenernos en una colina. Orgulloso habitante de Rui, señalaba desde lo alto sus virtudes. Me indicó lugares emblemáticos y me dio las coordenadas de cada uno de ellos insistiendo en que debía conocerlos. Lo escuché con atención, aunque estaba agotado.
Ya en mi posada y después de una larga travesía, Héctor se bajó del carruaje y me llevó a la entrada como si guiara a un niño perdido. Se despidió, no sin antes recordarme las actividades del día siguiente.
Esperé unos segundos a que se fuera, caminé por la vereda y crucé el puente que delimitaba la posada. Todo lo había imaginado mejor. Siempre que viajo trato de conocer los alrededores, para encontrar lugares adecuados y salir temprano a explorar, pero al llegar tan tarde no logré ver nada. Ya estábamos en el cuarto sol, mi estómago pedía algo de comer. Un poco de lechón con un tarro de vino de uva azul me caerían de maravilla. Olvidé la prisa por irme a la cama y bajé al comedor.
Me desperté en punto de la primera luna. Tenía escasos minutos para alistarme, Héctor esperaba en la puerta. Mi primera audición era en un lugar cercano a mi posada hacia la segunda luna. Al verme, Héctor soltó una de las riendas y alzó el brazo para saludarme. Antes de avanzar hacia él, metí el tazón en el barril de jugo fresco de amapola. Le di dos sorbos para despejarme porque las mañanas sin salir a explorar ponen rígido mi cuerpo. Se me hincha la cara, todo me pesa.
Llegamos al puesto, un guardia lo custodiaba con vaina larga en mano. Me anuncié. Revisó su pergamino y según él, mi nombre no aparecía en la lista. De forma muy amable extendió su vaina y me señaló un lugar para esperar. Me desparramé sobre el sillón aguardando que alguien saliera por mí. Casi me duermo, a pesar del jugo de amapola que bebí. Para la tercera luna llegó un individuo de baja estatura y poca ropa. Además de tartamudo jadeaba por el esfuerzo que había hecho para llegar hasta mí, dijo que el guardia había revisado la lista equivocada y a paso veloz me dirigió hasta el hueco donde se llevaría a cabo mi audición. Al entrar, solo vi una silla con un cable que colgaba de una viga de madera sosteniendo el techo de paja. Estaba iluminado por una vela que, postrada en la pared, me permitió ver la tercera luna. Escuché el crujir del piso y al mismo tiempo una sombra se acercaba. Cuando esta visión se mostró por completo, pude ver el rostro de mi entrevistador, o lo que su larga barba permitía ver.
Antes de cualquier audición, siento un vacío en el estómago y percibo el cable colgante más grande de lo que es. La incertidumbre de contestar bien, el temor de no hablar apropiadamente y más aún, el no decir todas las virtudes de la habilidad que presentaría. Traté de acomodarme en la silla, pero se sentía tan grande que mis pies no tocaban el suelo. Conforme la plática fluía poco a poco la silla adoptaba su tamaño real.
No duró ni mucho ni poco, la vela se había consumido y era imposible ver si seguía la tercera o la cuarta luna. Perdí la noción del tiempo. Al concluir el hombre se despidió y mientras se alejaba, note como su sombra se achicaba hasta desvanecerse por completo.
Me quedé sentado hasta que el mismo hombre jadeante llegó. Con la misma dinámica atravesamos un largo pasillo que nos conducían a otra choza, ésta más alta y grande que la anterior. La iluminaban dos grandes velas de flama rojoazulada que encuadraba una mesa de madera. Del otro lado una mujer me invitaba a pasar. Sostenía con su brazo derecho el otro cable que bajaba desde el techo. Pude ver que los pies de esta mujer no llegaban al piso, colgaban amarrados entre sí por una soga de fieltro verde. Cerraron la puerta de acero tras de mi con un estruendo inquietante. Junto a mis pies, la flama de las velas se movía como si estuviera en una pista de baile. Ahí tendría una segunda audición que no estaba en mi agenda, pero la primera hizo que la incertidumbre desapareciera y para ésta, la silla y el cable no lograron amedrentarme.
La quinta luna en todo lo alto y Héctor ya me esperaba en el mismo sitio donde me había dejado. Subí al carruaje que nos sacaría hacia la vereda principal de Rui. Con su amabilidad habitual e intuyendo que tendría hambre, me propuso ir en busca de comida. Para mi sorpresa en la vereda divisé un Starbucks (de estilo medieval donde el café lo muelen con la boca: el arte está en escupirlo con fuerza suficiente y atinar directo en el vaso con agua muy caliente). Con dos monedas de bronce compré café y pan para los dos y nos acomodamos en unos cojines naranjas que estaban sobre el piso simulando un sillón. Comí todo el pan, aun sabiendo que no me había ejercitado esa mañana. La conversación con Héctor se alargó hasta que nos percatamos de que era momento de ir a mi primera entrevista del día.
El convento estaba justo en la cima. Llegamos luego de un largo camino por veredas hasta que llegamos a la imponente muralla. Entré por un pasillo que me llevó a un enorme patio central rodeado de columnas de piedra natural. Lo cruzamos hasta llegar a una oficina de piso de laja café y muebles de hierro. Tras de mi entraron dos jóvenes, uno sostenía una cámara fotográfica y la otra libreta y pluma. Con calidez y hablando despacio preguntaron sobre mi estancia en Rui y después sobre mis expectativas de mi próxima visita al cuarto detrás del refrigerador. Posé para el fotógrafo en medio del patio; no sé si en realidad soy fotogénico, pero la incertidumbre de esperar desde que suena el clic hasta ver mi reflejo se me hace eterna.
Con varias lunas por delante me encontré sin nada que hacer. Presentarme ante la puerta de aquél refrigerador era hasta la última luna. Inquieto con el cuerpo cortado decidí que debía volver a mi posada y salir a explorar para compensar lo que en la mañana había evitado. Me decidí por un monte con amplios caminos enmarcados por árboles frondosos. Era la mejor opción acorde con los comentarios de Héctor. Caminé y escalé por más de una luna, estaba empapado en sudor, pero satisfecho. Por fin mi cuerpo recobraba su forma y calma con los dolores habituales que todo explorador tiene en las piernas.
Me quedaba algo de tiempo libre así que busqué un lugar para comer. Fui al centro de Rui donde encontré una calle angosta llena de comedores públicos con mesas en las banquetas y toldos azules. Me senté en una incómoda silla de hierro, pero desde ahí podía apreciar el ir y venir de la gente, además de la plaza central rematada por la vista del enigmático templo, justo arriba del monte, como una meta lejana por alcanzar.
Del templo, bajé la vista hasta el impecable mantel blanco, decorado con un florero morado que contenía rosas azules, en perfecta simetría con cubiertos y platos. Se acercó a atenderme un hombre entrado en años sin uniforme de mesero. Me entregó el menú, pero insistió tanto en preparar cualquier cosa que se me antojara y no estuviera en la carta que me dio cierta desconfianza. No quise estropear mi apetito así que pedí carnero y un flan de hígado, sin más. Luego, satisfecho, pagué la cuenta y caminé un poco por el centro sin perder de vista el templo, que desde cualquier punto me vigilaba.
Regresé hasta la posada para preparar mi esperada cita en la misteriosa entrada detrás del refrigerador. Me vestí con ropa adecuada para la ocasión: un pantalón tornasol, camisa con olanes en el pecho y mangas, rematada con una capa, ese era el código de vestimenta. Tomé la mochila con todo lo que usaría en mi acto y salí presuroso. Héctor, como siempre, me esperaba.
Llegamos al monte del templo, desde ahí puede ver la plaza donde comí en la tarde. El lugar ya me resultaba familiar. Al entrar vi mucha gente esperando para ver la presentación, mis dos audiciones previas habían sido todo un éxito según comentó Héctor. Fernanda, la presentadora, me acompañaría durante el acto. Hablamos un poco, le mostré mi magia. Fernanda sostenía en su mano una libreta llena de anotaciones, lo que me puso aún más nervioso por no saber qué tanta información tenía sobre mi.
Caminamos cruzando aquel patio que hace pocas lunas me había impactado, ahora estaba oscuro, apenas iluminado por velas iguales en flama y distancia que guiaban enmarcando el final de pasillo donde la puerta detrás del refrigerador se mostraba enigmática. Esa puerta era mi destino y esta noche debía cruzarla. Al abrir la puerta una luz nos cegó por segundos, pero luego todo se normalizó. Cedí el paso a Fernanda para que entrara primero. Dos filas de sillas conducían a un escenario con sillones. Fernanda inició el acto, comenzó con una introducción mientras yo sacaba de mi mochila un muñeco de tela color sepia con dos botones de marfil simulando unos ojos, las costuras resaltaban en sus costados. Después de un conjuro cobró vida. Movió sus brazos y piernas como ajustándose a ese cuerpo de tela. Busqué con la mirada a alguien en el público. Hice el primer movimiento, clavé un alfiler en su mano derecha. La persona a quien miré gritó frotándose la mano, señal de que todo estaba funcionando a la perfección. Seguí con el segundo piquete, ahora en la mano izquierda. La misma persona reaccionó adolorida. Así continué hasta que los alfileres cubrieran todas las extremidades y nervios. Hubo una pausa en el acto cuando la persona, objeto del embrujo, cayó al suelo retorciéndose de dolor. Creo que no querrá volver a asistir a eventos como éste. Mientras el asombro del público se hacía notar, me distrajo una luz desde el fondo del salón donde la puerta se abría y daba paso a dos mujeres que caminaron hacia el escenario y se sentaron justo frente a mí. El acto estaba por terminar, estábamos por explicar las razones para hacer sufrir a distancia a través de un muñeco vudú. Una de las recién llegadas me examinaba y yo a ella. Su belleza me deslumbraba, pero además, el parecido con mi muñeco era asombroso. A partir de ese momento la concentración resultaba muy difícil, su rostro ya me poseía. ¿Quién era? ¿Qué hacía ahí? Las posibilidades de ir a una ciudad nueva y encontrar al objeto de mi magia en persona eran tan remotas como el hecho de que yo algún día imaginara que me invitarían a ese lugar. Sin embargo, estaban ambas situaciones remotas, una frente a la otra. Su mirada me intimidaba pero aún así, lo único que deseaba era conocerla y saber si podía responder tantas preguntas que empezaban a formularse en mi cabeza, hablarle y ¿por qué no? captar una imagen de su rostro junto a mi muñeco.
Terminada la sesión la gente se dirigía a la salida. Me inquietaba que ella también se fuera y no pudiera acercarme para conocerla. Angustiado, tomé el muñeco una vez más. Le clavé un alfiler para generar un grito que distrajera a la gente y así detener su salida. Caminé hasta donde estaba ella, la tomé del brazo lo más delicadamente posible para que volteara y así pudiera presentarme. Me miró sorprendida pero no me rechazó. Después de unas cuantas frases triviales acompañadas de sonrisas tímidas me atreví a pedirle que se dejara fotografiar sosteniendo mi muñeco en la mitad de su cara. Sonrió ante tan inusual petición, se mantuvo en silencio unos segundos que me parecieron eternos pero poco después aceptó.
Nos quedamos en el salón conversando un rato más. Su amiga empezaba a impacientarse porque hablábamos solo entre nosotros. Me habló de su vida como habitante de Rui y de su trabajo. Había sido invitada al evento por la organizadora a quien conocía porque era la encargada de la elección de los menús diarios del templo y el equilibrio alimenticio de los monjes y caballeros. Por último le pregunté su nombre. Suspiró girando un poco su cabeza mientras su cabello rozaba levemente sus hombros y con una voz suave y delicada me dijo: Me llamo Venus. Me bloqueé al escucharlo. Venus seguía hablando y yo no entendía casi nada. Mi concentración estaba en su rostro. Al final pude entender que me invitaba a la inauguración de una sala de cata de vinos azules donde su hija había pintado un fresco en las paredes. En ese momento mi anfitriona se despidió aludiendo un compromiso y me encargó por completo con Venus. Esperé a que el recinto se vaciara, el protocolo marcaba que yo debería ser el último en salir para sellar la puerta del refrigerador. Así lo hice caminando tras de Venus. Pude notar que de su capa sobresalían dos alas color verde esmeralda que resaltaban con el reflejo de la flama de las velas. Cruzamos el gran patio, éramos los últimos. Las velas se iban apagando a nuestro paso hasta cruzar la puerta que retumbó al cerrarse.
Afuera, esperaba el carruaje de Venus, conducido por una mujer quién como su escudera, la resguardaba. Venus era un elemento valioso para los caballeros del templo. Bajamos a la ciudad y pasamos por una plaza atestada de gente que salía a disfrutar la lira de los trovadores en competencia para demostrar sus habilidades. Tardamos en salir hasta que al fin alcanzamos la vereda principal.
Llegamos a la inauguración, bajamos por una rampa que nos llevó al centro de la mina. Al fondo resaltaban alumbrados con cientos de velas los frescos rojos con rostros orientales, obra de la hija de Venus. Mientras observaba, alguien me tocó por la espalda. Eran los dos jóvenes de la segunda audición, hacían un reporte de aquel evento para los gobernantes de Rui. Junto con el amo de la taberna, nos tomaron una fotografía para los registros de la ciudad. El amo era extranjero en Rui, provenía de las tierras sureñas que cruzan el gran océano, ahí se había establecido sirviendo comida típica del poniente.
Nos dieron un tablón apartado y sirvieron en unas copas de cristal una bebida verde y humeante, cortesía de la casa. De niño me enseñaron a nunca rechazar una cortesía, pero esta me infundía tanta desconfianza que fingí un dolor estomacal para evitarla. Venus en cambio la bebió de un solo trago, tan rápidamente que al terminar aun el humo seguía saliendo por su boca. Cenamos los tres, comimos todos los platillos que el amo nos ofreció. Al final cuando llegó el dulce, Venus me hablaba de un lugar de baile justo al lado de la taberna, en lo alto de una torre donde se disfrutaba una vista panorámica de Rui. Yo, aun con la emoción del éxito de mi acto, no pretendía dormir, así que pagamos la cuenta y nos fuimos.
Bajamos una larga pendiente desde donde se veían las luces de la torre. Había dos guardias malencarados en la entrada y la iluminación de color rojo hacía pensar en el purgatorio. Justo al acercarnos, los tipos abrieron la cadena para darnos acceso a la plataforma que nos subiría.
Cuando se abrieron las puertas un sinfín de luces de colores y música penetrante inundaron mis retinas y tímpanos. Venus llamó a un capitán quien nos asignó un tablón en la orilla, junto a un ventanal desde donde supuestamente se podría disfrutar de la vista pero desde ahí no se veía nada. Después de muchas bebidas bailamos en la pista. Traté de imitar los pasos que la multitud hacía con naturalidad. Venus me tomaba del brazo tratando de guiarme, pero fue inútil. Eran contorsiones nada conocidas para mi cuerpo. Más tarde y sin esperarlo sentí un calor fuerte en mi espalda. En los tablones vecinos quemaban canela emulado un volcán en plena erupción, por Dios… ¿Quién hace eso en estos tiempos tan modernos? Después de semejante demostración de mal gusto en un intento fatal de burguesía, se acercó un noble caballero. Miró a Venus fijamente y sin decir palabra se alzó la casaca y mostro su barriga. La frotaba haciendo círculos mientras sonreía. Venus, apenada, me explicó que se trataba de un gladiador de los juegos ecuestres quien, por malos hábitos, había convertido su cuerpo atlético en un saco de cebo y grasa. Ella con sus habilidades culinarias y mucho trabajo logró que bajara de peso y casi recuperara su figura. Impositivo, como suelen ser los gladiadores, pretendía que bebiera del volcán de canela al tiempo que me exhibía un saco de monedas de titanio. No soy fanático de este tipo de actitud, ni siquiera me interesan las habilidades de los gladiadores. Defienden su vida quitando otra solo por entretener a una serie de morbosos con sed de sangre. Pero admito que a pesar de su embriaguez, presunción y feo ombligo el hombre no me resulto desagradable, aunque su presencia se hacía eterna porque interrumpía mi preciado tiempo con Venus. Afortunadamente una melodía lo obligó a regresar con sus compinches.
No me lo podía guardar, ella tenía que saber lo que su rostro me había provocado. Tímido y con reserva, después de varias horas y bebidas la llevé aparte. Le dije que su cara me tenía hipnotizado, no solo por su belleza natural sino porque la reconocía en la imagen de mi muñeco. Eso sin contar lo bien que me había tratado desde que subí a su carruaje. Se ruborizó. Noté que se apenaba pero sonreía halagada.
Fue una de esas noches que uno desea que no terminen, pero cerca del sexto sol era irremediable despedirse. Mi posada estaba en el centro y ellas vivían cerca de la taberna. No les pedí que me llevaran aunque dispusieran de un carruaje, se trataba de dos mujeres solas en medio de la madrugada y un caballero jamás haría tal cosa. Tomamos la plataforma que nos sacó del infierno y bajó al purgatorio, subimos la rampa empinada para estar de regreso en el mundo de los vivos. Solo me quedaba resolver el transporte a mi posada. Aquellos tipos-luchadores-cara-de-malos notaron mi espera y me ayudaron llamando a un carruaje “de confianza”. Me despedí de Venus y de su dama de compañía. Estaba ansioso por descansar. Ya en el carruaje y a solas, me sentía nervioso por la oscuridad de la noche. El camino largo y empedrado me alteraba y con el octavo sol casi poniéndose, la primera luna se asomaría en cualquier instante. Al llegar a la posada, fui directo a la cama. Debía levantarme antes del cuarto sol, ya que el trole saldría en el sexto.
Me desperté con dolor de cabeza, tanto opio y vino de uva azul me habían dejado en malas condiciones. Dejé sonar el despertador, retumbaba en mi cerebro generando un hoyo por cada pitido. Pensé en Venus. Entré en el baño con lentitud aunque debería tener prisa. A los pocos minutos llamaron de recepción para avisar que un carruaje me esperaba. Salí de la tina vaciándome el último balde de agua tibia. Con la cabeza más fresca, las ideas empezaban a tomar su sitio y el dolor a dispersarse. Empaqué mis cosas y dejé el cuarto. Al salir de la posada, vi al sonriente Héctor abriendo la puerta del carruaje. Hubiera preferido que fuera Venus quien me esperara, pero hay momentos para vivir intensamente sin esperar nada en el futuro. Era el final de una travesía inolvidable que nunca hubiera imaginado encontrar detrás de un refrigerador
Publicado en Maremoto Maristain: